ENGRACIA
Triste,
melancólica, arrastrando unas zapatillas de paño, entró en la cocina, seguida
por su perrita, única compañía, desde hacía 4 años.
Secó con el
lado anverso del delantal que llevaba puesto, unas gotitas que de contínuo
caían de su nariz.
Sus ojos
cubiertos por unas gafas de alta graduación, dejaban ver distorsionados unos
ojos pequeños y oscuros, la cara cubierta con profundas arrugas, que se acrecentaban
según se iban acercando mas a la boca.
Nada en
ella denotaba encanto, un cuerpo con una cifosis muy acentuada y una extrema
delgadez le daban a Engracia una apariencia fantasmal.
Se acercó a
la estrecha cocina, cuyo mobiliario era tan modesto como la luz que colgaba del
techo, con tan solo una bombilla grasienta, de la cual solo sombras proyectaba
sobre las paredes.
Despues de
preparar una escasa cena, se acercó con
el plato a la mesa que ajustada a la pared con dos banquetas le esperaba la
perrita.
Encendió
una radio que pendía de una alcayata y se dispuso a comer.
Sin prisas,
dándole de vez en cuando un trozo a Blanca, que así se llamaba su compañera,
moviendo alegremente su cola, le agradecía el gesto.
Ella nunca
se había decidido a compartir su vida con nadie. Era extremadamente tímida y
desconfiada.
Pero no
siempre había sido así, en su juventud, tuvo éxito y belleza, pero la desgracia
se había cebado con ella y eligió la soledad.
Al caer la
tarde, cogía a Blanca para pasear. Antes como si de un ritual se tratara, cogía
del cajón su bolso, depositaba unas cuantas monedas en los bolsillos e iba a
recorrer siempre los lugares donde los mas desafortunados, cubiertos con bolsas
trapos y cartones, la esperaban cada noche.
No
intercambiaban palabra alguna, sólo algún monosílabo apresurado.
Al regresar
a casa, con la certeza de haber cumplido una misión, peinaba su largo pelo,
cepillaba a su amiga y ambas se disponían a dormir.
CONCHI
JIMENEZ octubre 2012
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